El último refugio de la épica moral
En marzo de 1953, el hoy celebrado renovador de la novela negra Elmore Leonard publicó un relato en las páginas de la muy pulp Dime Western Magazine que se abría con dos personajes encerrados en una habitación: un bandolero convicto y el tipo que iba a entregarlo a la justicia. Lo que ocurría entre esas cuatro paredes -un pulso entre la luz y la sombra que se desliza hacia la seducción mutua- contenía el secreto de los relatos perfectos. Cuatro años más tarde, Delmer Daves convirtió esa historia en lo que hoy es un clásico; en El tren de las 3.10, esos hombres eran Glenn Ford y Van Heflin y la habitación funcionaba como reducción claustrofóbica del pueblo evacuado por la cobardía de Solo ante el peligro (1952). Lo que ocurre en ese espacio cerrado y, sobre todo, cómo ocurre es lo que marca las distancias entre la película de Daves y esta nueva -y, también, extraordinaria- versión dirigida por James Mangold: donde el primero juega a la síntesis, la concentración y la diabólica dilatación del tiempo, el segundo apuesta por la amplificación, la expansión y un sentido de la intensidad capaz de electrizar cada segundo. La historia es la misma, pero las diferentes estrategias estilísticas colocan su acento en lugares distintos; mientras Delmer Daves describe la construcción de un héroe como la dolorosa y sostenida resistencia ante la seducción del mal, Mangold convierte la simbólica habitación en antesala de una redención simultánea, en el espacio donde el héroe y su reverso se descubren como únicos interlocutores válidos. En la película de Daves el nacimiento del héroe tiene un poder transformador -sobre su antagonista y sobre la naturaleza misma-. En la de Mangold, el heroísmo es, como su contrario, una forma de autodestrucción. O el camino más tortuoso hacia la inmortalidad.
EL TREN DE LAS 3.10
Dirección: James Mangold.
Intérpretes: Russell Crowe, Christian Bale, Peter Fonda, Ben Foster.
Género: western. EE UU, 2007.
Duración: 122 minutos.
El tren de las 3.10 de James Mangold no es exactamente un remake, es, como los tiempos piden, una anabolización, una reinterpretación en clave de hipérbole donde todo parece supurar demasiada intensidad y demasiada trascendencia, pero, contra todo pronóstico, la operación funciona. La trama abre unos cuantos desvíos en nombre del espectáculo: el inicial asalto a la diligencia es narrado con portentosa atención al detalle y, antes del desenlace, Mangold propone una tensa visita a la construcción de una línea ferroviaria. Mangold sabe, no obstante, que la artillería pesada la tiene en el reparto, con una presencia tan cargada de ecos como la de Peter Fonda y con un actor (Ben Foster) totalmente entregado a la causa de desvelar la trastienda de su personaje, aunque guarda su mejor carta en el feroz duelo interpretativo que protagonizan Christian Bale y Russell Crowe.
Tras ver El tren de las 3.10 el espectador quizás se reafirme en la convicción de que, en la era del simulacro digital, el western es el género menos capacitado para mentir. Mangold también lo reivindica como uno de los últimos refugios para la épica moral.
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